Nadie conoce a nada

Ardiente.

La casa estaba en silencio. Fuera, la luna iluminaba la calle y las estrellas acompañaban. Ardiente. La casa estaba oscura. Se acercó al baño, dónde había luz. Se escuchaba como el agua caía desde arriba y chocaba contra el suelo hasta resbalar por las tuberias de esa casa que se caía a trozos de desespereación. Ardiente. La puerta entreabierta dejaba salir el vapor. De un golpe seco pero silencioso abrió la puerta, entonces la vió. Ardiente. Una silueta se dibujaba detras de la mampara de la ducha. Era una silueta oscura, me atrevería a decir que era negra. El agua le rozaba el pelo negro y ella con un gesto se lo tiraba para atrás para que no le tocará en los ojos. Ardiente. Le pasaba por el cuello y le mordía los senos. Le acariciaba el vientre y le recorría los poros de las piernas, uno a uno. Ardiente. De vez en cuando se estremecía. Se frotaba pliegue por pliegue toda la piel. Al frotarse la cabeza cerraba los ojos, y el perfume de ese champú era puro extásis. La espuma, dulce nieve esponjosa, se derretía entre los ricones de su piel y caía levemente hasta que las tuberias la engolían. Ardiente. Estiraba los brazos, hasta llegar a lo mas alto y doblaba una pierna. Esa silueta cada vez era mas real, más tangible, más mujer. Ardiente. Cada gota de agua humedecía ese cuerpo, esa silueta. De golpe el agua paró de caer, de sonar, de humedecer, de aclarar. La mampara de la ducha se movía. El espejo estaba cubierto de vaho. Ella salío. Pusó sus pies en el suelo, y lo vió. Notó su presencia. Él había descubierto su silueta, no dejaba de admirarla. Ella desnuda, lo miró y no dijó nada. Permaneció callada. Y él, se la comía con la mirada.